Parte 1: La felicidad; Capítulo 6: El principio de la floración de los «cerezos, ciruelos, duraznos y albaricoques» [6.10]
6.10 La sabiduría de estimular el potencial positivo de cada persona
En una propuesta de paz alusiva al 23.er Día de la SGI, el presidente Ikeda se refiere al principio budista sobre la floración de los «cerezos, ciruelos, durazneros y albaricoqueros» y encuentra en él una guía para crear un nuevo valor, en la medida en que enseña a trascender todas las diferencias para construir un mundo de armonía y convivencia pacífica.
La educación no se instrumenta obligando a las personas a caber dentro de un molde rígido y uniforme; en todo caso, algo así sería un burdo adoctrinamiento ideológico. Por el contrario, la labor educativa representa el medio más eficaz de forjar el potencial inherente a todas las personas: permite cultivar el autocontrol, fomentar la empatía hacia los demás y desarrollar la personalidad única y singular de cada persona. Para ello, la educación ha de ser un encuentro personal y espiritual de vida a vida entre el que enseña y el que aprende.
Para expresar el valor de la diversidad, las enseñanzas del budismo destacan, a modo de analogía, la forma en que florecen los árboles frutales: el ciruelo, el cerezo, el duraznero y el albaricoquero dan fruto cada uno a su propio modo, y todos de la manera más bella. En otras palabras, cada ser humano posee una individualidad irrepetible, una personalidad única, como también es único su propósito en el mundo. En consecuencia, los pueblos y las personas deberían cultivar su capacidad distintiva, mientras obran para construir un mundo cooperativo, donde todos reconozcan sus diferencias y, a la vez, su igualdad fundamental; un mundo nutrido por una rica diversidad cultural, pero que asegure a cada uno el goce del respeto y de la armonía. […]
El fallecido doctor David L. Norton, respetado filósofo estadounidense que estudió a fondo la pedagogía de Tsunesaburo Makiguchi, dio a conocer su visión sobre el modelo budista de diversidad, en un discurso de 1991:
En bien de la reorganización del mundo que tanto esperamos, nuestra responsabilidad como educadores es la de cultivar en los estudiantes un sentido de respeto y de estima hacia las culturas, creencias y prácticas diferentes de las que nos son propias. Esto solo puede hacerse cuando se «reconoce» que las demás culturas, creencias y prácticas corporifican aspectos del bien y de la verdad, así como los capullos del cerezo, el ciruelo, el duraznero y el albaricoquero corporifican la belleza, cada uno a su propio modo. Para que esto sea posible, nuestros estudiantes tendrán que abandonar la idea de que nuestras creencias y prácticas, tan familiares para nosotros, tienen el monopolio de la verdad y del bien. A esta clase de idea o suposición implícita se la llama «insularismo mental»; cuando es el resultado inocente de la ignorancia, se traduce en una estrechez de pensamiento, pero también puede adquirir el germen agresivo y absolutista que vemos en la mentalidad de las «sociedades cerradas».1
Poco después de la Segunda Guerra Mundial, a medida que se intensificaba la confrontación ideológica entre Oriente y Occidente, el entonces segundo presidente de la Soka Gakkai, Josei Toda, habló sobre la unión intrínseca del género humano y abogó por el establecimiento de una «familia global». Su propuesta —que remitía a las mismas raíces de lo que hoy se define como «ciudadanía mundial»—, buscaba trascender los límites del nacionalismo fanático y egocéntrico. Por supuesto, hay quienes afirman que el choque entre las civilizaciones es algo inevitable. Mi opinión es que ese choque no se produce tanto entre las civilizaciones, como entre los elementos salvajes que acechan dentro de cada civilización. Si, en lugar de querer dominar a los demás e imponer su influencia por la fuerza, los pueblos de distintas tradiciones culturales se predisponen a construir vínculos resistentes y tolerantes, por mucho tiempo que les lleve, las diferencias se transformarán en nuevos valores, y la interacción enriquecerá a la humanidad entera.
¿Cuál es el papel de la religión? Dar a los hombres una sabiduría capaz de impulsar su esfuerzo hacia el crecimiento y el desarrollo mutuo. En tal sentido, el budismo enseña que uno de los significados de myo (místico) es «abrir».2 Si cabe mencionar dos características propias del ser humano, ellas serían la búsqueda constante de la superación y el crecimiento, y también el deseo de desplegar capacidades latentes. Hoy, más que nunca, el hombre ansía una religión que responda a su necesidad de crecer y desarrollarse en forma plena.
Sin embargo, la triste realidad histórica está teñida de conflictos, derramamientos de sangre y tragedias originadas en argumentaciones y diferencias religiosas.
Nichiren escribió: «El verdadero Camino [de la vida] yace en los asuntos de este mundo».3
Yo interpreto estas palabras de la siguiente forma: si el género humano quiere dejar de repetir los errores del pasado, las religiones tendrán que dar prioridad a atender las necesidades de las personas reales, insertas en su vida real, y a buscar solución a los problemas que enfrenta la sociedad humana. De esa forma, podrán brindar un cimiento espiritual sobre el cual construir una competencia pacífica.
Es posible edificar un futuro esperanzado si superamos lo que Toda denunció como «egocentrismo estrecho» y si buscamos la competencia humanística que propugnó Makiguchi; es decir, el desafío de crear valores mancomunadamente, entre personas consagradas a convivir como vecinos globales. Sin duda alguna, este es el objetivo central del movimiento de la SGI, en pos de lo que ha dado en llamar la «revolución humana».
De la propuesta de paz en conmemoración del 23.er Día de la SGI, presentada el 26 de enero de 1998.
La «sabiduría para ser feliz y crear la paz» es una selección de las obras del presidente Ikeda sobre temas clave.