Una tragedia convertida en un tesoro
Jenny Cook cuenta cómo empleó la práctica del budismo Nichiren para reconstruir una existencia llena de agradecimiento, valentía y esperanza, tras un accidente en el que su vida estuvo en peligro.
Cuando mi madre se marchó de Okinawa, Japón, para casarse con mi padre, un marinero de la armada norteamericana, su hermana le pidió entonar Nam-myoho-renge-kyo siempre que tuviera problemas.
La vida como inmigrante japonesa en una Norteamérica profunda no era fácil. Ella no entendía el inglés, mi padre tuvo problemas con la bebida y ambos pasaron dificultades económicas. Llevaba en su corazón las palabras de su hermana, oraba con sinceridad y leía diariamente el único libro del presidente Daisaku Ikeda que tenía a su lado.
De pequeña, me sentía avergonzada de nuestra práctica budista y deseaba ser «normal» como mis amigos, pero, al mismo tiempo, veía lo feliz que le hacía la práctica a mi madre. No fue hasta que un accidente de tráfico hizo peligrar mi vida que acepté plenamente el budismo.
Ese accidente ocurrió el Día de Acción de Gracias de 2006, acababa de cumplir 18 años. Estaba en el coche con mi padre y mi hermano cuando, de repente, irrumpió un todoterreno delante nuestro. Mi cuerpo dio contra el asiento delantero chocándome la cara contra el reposacabezas y se me fracturó la mandíbula, antes de golpearme contra la puerta lateral.
Me trasladaron de urgencia al hospital, y aunque mi corazón se detuvo durante dos minutos, sobreviví. Acostada en la camilla, en un momento dado, me veo reflejada en la luminaria del techo donde pude observar mi rostro, mi mirada real. Irónicamente, eran exactamente el reflejo de lo había sentido en mi interior durante muchos años: desagradecida, fría y sin vida. Justo en ese momento, afloró en mi rostro una sonrisa genuina por primera vez. Estaba tan agradecida por seguir con vida.
Afloró en mi rostro una sonrisa genuina por primera vez. Estaba tan agradecida por seguir con vida.
Salí del aturdimiento, incapaz de hablar o moverme, con la cara paralizada. Mientras estaba tendida en la cama, mi madre se puso a orar a mi lado. Era la primera vez que escuchaba Nam-myoho-renge-kyo con tanta fuerza y claridad. Sabía que ella estaba orando por mí con todo su ser.
No quería decepcionar a mis padres ni quería dar por hecho nada. Tomé la determinación de ser una hija capaz de llevar a cabo su misión en la vida. A pesar del intenso dolor, me esforcé para orar pronunciando sílaba por sílaba.
Tras luchar de esta manera, en poco más de un mes finalmente pude pronunciar «Nam-myoho-renge-kyo». Fue una sensación de verdadera victoria.
Mi padre, que se vio sumido en la depresión a causa del arrepentimiento por haber puesto a su hija en peligro, empezó a practicar seriamente el budismo. Comenzó a responsabilizarse de su propia vida y dejó de beber. Al echar la vista atrás, este accidente despertó en mí el sentido de agradecimiento a la vida e hizo que mi familia fuese más unida.
Sueños y desafíos
Cuando regresé a la escuela secundaria, surgieron los obstáculos, uno tras otro. Estaba tan atrasada en las tareas que no sabía si podría graduarme. Algunos compañeros de clase se reían de mí por no tener dientes… los había perdido en el accidente. Como si esto fuera poco, me habían puesto en lista de espera para ingresar en la casa de estudios superiores de mis sueños, la Universidad Soka de América (SUA, por sus siglas en inglés) en California, fundada por el presidente Ikeda.
Lo tomé como una prueba para ver cuán seria era mi postura para luchar por la misión de mi vida. El presidente Ikeda escribe:
«[…] la vida real está colmada de problemas incesantes como dificultades económicas, enfermedades y desarmonía familiar… Aun en ocasiones como estas, aunque sientan que su vida tiene todas las apariencias de ser muy desafortunada, si continúan entonando Nam-myoho-renge-kyo sin claudicar, sin falta podrán convertir todo lo negativo en algo positivo, de acuerdo con el principio budista de “convertir el veneno en remedio”. Podrán superar cualquier dificultad y valerse de ella como una oportunidad de crecimiento».
Junto a mi madre, decidí levantarme cada mañana para orar antes de ir a clase. Gracias a la abundante fuerza vital que esto me proporcionaba y a mis metas concretas, ya no me importaba que la gente se riera de mí. Seguía sonriente porque me sentía feliz simplemente por el hecho de estar viva. Fui superando cada obstáculo, terminé mis estudios en el tiempo previsto y, ¡me aceptaron en la SUA!
Cuando tenía 15 años, un amigo de la Soka Gakkai de mi localidad había ingresado en la SUA y había llegado a ser una persona abierta y llena de vitalidad. Como quería experimentar lo que él había vivido, surgió en mí el interés de lo que la educación Soka –centrada en la felicidad de los estudiantes– realmente podía hacer.
Descubrir mi misión
Mi primer año fue una lucha contra la duda y la autoestima. Pero mi madre me recordó que el propósito de la educación es ayudar a los estudiantes a extraer su propio potencial, y que no se trataba de reunir a estudiantes que ya fuesen perfectos.
Durante mi pasantía universitaria en Perú, presencié de primera mano la falta de igualdad en el acceso de los niños a la educación. Esto fortaleció mi sentido de responsabilidad de servir a las personas necesitadas.
En mi último año de carrera, trabajé en una institución que apoya a estudiantes con trastornos del comportamiento, y esto cambió mi vida. Una mujer joven a quien había apoyado de todo corazón falleció de un aneurisma cerebral. Me invadió una inmensa tristeza, pero juré seguir trabajando sin falta por los niños y las niñas, para ser una educadora que no abandonaría a sus alumnos. Decidí tratar a cada uno de ellos como un buda.
Cuando miro hacia atrás en esta travesía, reconozco la enorme deuda de gratitud que tengo con el presidente Ikeda y la SUA por permitirme despertar a mi misión en la vida y enseñarme la esencia de la educación.
Actualmente soy especialista en comportamiento del aprendizaje y trabajo con niños con traumas relacionados con el encarcelamiento, la drogadicción y la violencia doméstica. Les ayudo a relacionar sus experiencias vitales con el valor de la educación.
Por ejemplo, uno de mis alumnos lucha contra la depresión y, a menudo, se desconecta y se encierra en sí mismo durante la clase. En lugar de juzgarlo, observé con cuidado cuáles eran sus intereses. Cuando descubrí que le gustaban los mapas, los incorporé en mi asignatura. Se volvió más participativo y empezó a abrirse. Me contó que quería marcharse de su casa y vivir en algún otro lugar. A partir de entonces, empezamos a dialogar y esto lo llevó a que tomara conciencia de la importancia del lugar en el que nos encontramos en este momento.
Un educador humanista
Mi máxima prioridad es construir una relación con mis estudiantes, comprender su comportamiento y, al mismo tiempo, abrazarlos con el mayor cuidado. Creo que mi misión es alentarlos, y no tanto castigarlos, proporcionando una educación que consideren valiosa. Siento que tanto mi práctica budista, lo que he aprendido a través de involucrarme en las actividades de la Soka Gakkai, como mi papel como educadora no son asuntos separados.
Durante el confinamiento, los estudiantes no podían asistir al colegio y fue difícil mantenerlos encaminados. Tomé nota de cómo mi organización local de la Soka Gakkai estaba esforzándose en seguir alentando a los miembros. Oré por la seguridad de mis alumnos y encontrar nuevas maneras creativas para seguir interactuando con ellos. Lo más importante era seguir en contacto con cada uno de ellos para saber cómo estaban. Entendí que ninguna tarea de lectura les permitiría experimentar un cambio; solo un vínculo de corazón a corazón podría brindarles esperanza.
Cuanto más desarrollo mi práctica budista, me vuelvo más fuerte y capaz de abrazar plenamente a mis alumnos, lo que me permite infundirles esperanza.
Antes del cierre del colegio por la pandemia, uno de mis alumnos había dejado de asistir a clase. Seguí orando y escribiéndole cartas, con la determinación de jamás perder la fe en él. Me alegré muchísimo cuando recibí un correo electrónico en el que me decía que no se había dado por vencido.
Durante mis años de docencia, he perdido alumnos a causa de la violencia con armas de fuego, drogadicción y suicidio. Esta realidad me ha generado una profunda tristeza y dudas sobre la influencia que puedo tener.
Cada día es una batalla. A veces mis alumnos me maldecirán o me dirán que no tengo la menor idea de lo que han tenido que vivir. Pero sé que, para ayudarles a crecer y desarrollarse, necesito ampliar mi corazón, ser fuerte y estar rebosante de fuerza vital. La única manera de hacerlo es triunfar a la mañana a través de una abundante oración. Cuanto más desarrollo mi práctica budista, me vuelvo más fuerte y capaz de abrazar plenamente a mis alumnos, lo que me permite infundirles esperanza.
Ellos me enseñan el poder de nuestra vida y la importancia de perseverar en nuestro esfuerzo. Como alguien que ha tenido la fortuna de haber recibido tantas oportunidades maravillosas, tengo el deber de devolver algo a mi comunidad. Por eso, mi sueño es crear una escuela de educación especializada en los EE. UU., basada en los principios de la educación Soka. Quiero transformar la apatía reinante en nuestra sociedad empoderando a los jóvenes para que puedan llevar una vida contributiva.
Adaptado de la edición de julio de 2020 de Living Buddhism, una publicación de la SGI de los EE. UU.